Lo avistaron cuando veían su primera televisión. A la izquierda de una lavadora, una rubia de ojos Azul-348 movía su cadera entre un hula hula, mientras alzaba los brazos con una sonrisa que gritaba: FUTURO!!
No lo resistieron. Ellos también querían uno. Y los vecinos. Y los vecinos de los vecinos. Pronto el periódico esparció el secreto a voces: la obsesión estaba al otro lado del río, encarnada en un sembradío de casas frescas y juveniles, de cutis perfecto y aliento mentolado. Ellas jamás habian leído a Le Corbusier, y bauhaus les sonaba más bien como balbuceo de borracho. Sólo querían malteadas de vainilla y pelis de James Dean. Encandilados, los amables televidentes no tardardon en ocupar aquellas novedades y casarse con ellas en una capilla con un Elvis dando los sagrados sacramentos.
Los problemas llegaron cuando el futuro que les prometieron comenzó a ser cosa del pasado. Levantarse por los mañanas no parecía tan diferente de los días que morían al lado de la vereda. El sol salía por el mismo lado y las deudas se acumulaban por las mismas razones. El mañana se había convertido en una rutina de cartón. La gente empezó a ver a sus casas con rencor y desengaño, y más de uno se vengó de ellas dejando al futuro actuar en su peor faceta de canibalismo, carcomiendo sus entrañas conforme el tiempo se iba abriendo camino.
Aterradas por su destino, por la noche algunas decidieron maquillarse un poquito con madera rústica. Después vinieron las rejitas campiranas y empezaron a agarrarle el gustito de vestirse de chalecitos, con todo y techos de teja. El barrio empezó a llenarse de casas travestis, ocultando su modernidad con trajecitos de Heidi, la niña de la pradera. Al principio sintieron un poquito de vergüenza, pero ahora que en Argentina todos se pueden casar ya no les importa tanto, salvo cuando viene a visitar alguna prima lejana de Sao Paulo o Guadalajara y comienza a escupir risitas contenidas. Pero ellas ya no les hacen caso. No entienden qué bonito se siente ser una reinita del futuro y una diosa de la tradición.
No lo resistieron. Ellos también querían uno. Y los vecinos. Y los vecinos de los vecinos. Pronto el periódico esparció el secreto a voces: la obsesión estaba al otro lado del río, encarnada en un sembradío de casas frescas y juveniles, de cutis perfecto y aliento mentolado. Ellas jamás habian leído a Le Corbusier, y bauhaus les sonaba más bien como balbuceo de borracho. Sólo querían malteadas de vainilla y pelis de James Dean. Encandilados, los amables televidentes no tardardon en ocupar aquellas novedades y casarse con ellas en una capilla con un Elvis dando los sagrados sacramentos.
Los problemas llegaron cuando el futuro que les prometieron comenzó a ser cosa del pasado. Levantarse por los mañanas no parecía tan diferente de los días que morían al lado de la vereda. El sol salía por el mismo lado y las deudas se acumulaban por las mismas razones. El mañana se había convertido en una rutina de cartón. La gente empezó a ver a sus casas con rencor y desengaño, y más de uno se vengó de ellas dejando al futuro actuar en su peor faceta de canibalismo, carcomiendo sus entrañas conforme el tiempo se iba abriendo camino.
Aterradas por su destino, por la noche algunas decidieron maquillarse un poquito con madera rústica. Después vinieron las rejitas campiranas y empezaron a agarrarle el gustito de vestirse de chalecitos, con todo y techos de teja. El barrio empezó a llenarse de casas travestis, ocultando su modernidad con trajecitos de Heidi, la niña de la pradera. Al principio sintieron un poquito de vergüenza, pero ahora que en Argentina todos se pueden casar ya no les importa tanto, salvo cuando viene a visitar alguna prima lejana de Sao Paulo o Guadalajara y comienza a escupir risitas contenidas. Pero ellas ya no les hacen caso. No entienden qué bonito se siente ser una reinita del futuro y una diosa de la tradición.