18 de mayo de 2010

Nápoles

(Pizza margarita, ruido y desparpajo
un paseo en Vespa por el malecón
racimos de exvotos ciñiendo las esquinas
y en las espaldas, un volcán asesino.)

Otras ciudades marinas dejaron seducirse por el cálculo y la racionalidad, sirena de belleza obvia y ojitos codicosos. Pero en el Mediterráneo alguien resiste: se llama Nápoles.

Siglos atrás, en el pico de su apogeo mestizo, alguien traicionó al futuro y le susurró a Nápoles que el destino de su esplendor ya estaba subastado: se había adquirido para disecarse y venderse como souvenir permanente a la fauna que prefiere lo bonito sobre lo verdadero. Con barroca y valiente coherencia, la ciudad ideó una escapatoria de pirata para proteger su belleza del castigo de la sonrisa engrapada. Mandó quemar las memorias de sus costumbres imperiales y se arrojó hacia ese océano obsoleto llamado Mediterráneo, prometiendo jamás renovar su vestido de gasa.

En Nápoles las mujeres usan miradas desviadas y caminan con prisa para atravesar las puertas que finalmente las involucran en un mundo más sutil, desde donde atisban las calles dominadas por parvadas de hombres con ropa de colores cítricos y pantalones con más costuras que amantes tiene Berlusconi. La ciudad se tatúa de una viridilidad inmadura que navega motocicletas, bebe cervezas a los pies de las vecindades y anota goles contra puertas viejas de iglesias desclasadas, apretadas entre un fatigante tartamudeo de edficios barrocos y plazas hermosas que se van repitiendo incansablemente alrededor de edificios amarillos, secos que forman una sinfonía repetitiva cuya posibilidad de crescendo se convierte rápidamente en un mero espejismo, el delirio estéril de una ciudad imperial enloquecida, que hace a la belleza napolitana lacerante e incomprensible.

A Nápoles no se le entiende, porque es un capricho de sí misma.

























1 comentario:

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Nice blog! Thanks for sharing the photos. God bless!