20 de agosto de 2010

Memorial del tránsito


Todos piden emborracharse de movimiento.
La circulación es eficiencia, un boletito al futuro, es tiempo convertido en espacio. Por eso todos quieren acudir a la fiesta: cuando el tren empezó a dejar estelas de vapor, los londinenses flemáticos se retorcieron de emoción, los hermanos Wright se convirtieron en héroes instantáneos y los italianos futuristas alquimiaron el VARUUUUUM de los coches en poesía. Todo muy lindo, hasta que después hubo necesidad de administrar, emitir leyes y elaborar planes sexeneales para la regulación de la velocidad, y así nacieron los semaforistas, imprescindibles y sigilosos. Y como a los domadores raramente se les saluda, a nadie se le ocurrió poner una nota de agradecimiento para estos bibliotecarios de la velocidad. Tatuados de timidez, escriben en sus diarios color pastel su rencor mudo contra la sociedad.

La cosa siguió así hasta que un semaforista tropezó con el manifiesto comunista y en un momento de inspiración inconsciente, escupió la frase que disparó todo: Semaforeros del mundo, uníos, y después mitines, protestas y un últimatum transformado en pliego petitorio. Las bolsas se desgarraron. Los corralitos se implantaron, y la OTAN tuvo que reunirse de emergencia. Tras muchas deliberaciones, los lideres mundiales ofrecieron aumento de salarios y plan dental. Pero los rebeldes lo rechazaron. Sólo querían algun reconocimiento permanente para su importante labor. Contra la pared, el mundo aceptó sin condicionamientos, y los rutinarios semaforistas empezaron a diseñar.

Por causas desconocidas que aun fascinan a los historiadores, decidieron colocar su discreto reconocimiento en las apacibles llanuras serranas de la Córdoba argentina. Y prácticos como son, decidieron que su monumento sería también el cuartel de los semaforeros de la ciudad mediterránea.
No pasó mucho tiepo, por su puesto, para que el picudo monumento acaparara las portadas de las principales revistas especializadas en semaforismo, y se convirtiera en un lugar de peregrinaje obligado para cualqueir semaforista que se precie de serlo. Tímidos como son estos peregrinos, su presencia es casi imperceptible al ojo poco educado. El mejor momento para avistarlos es en los atardeceres de febrero, cuando se les les ve contemplar extasiados lla pirámide de vidrio que conmemora su lucha, mientras a su alrededor los chongos y las chongas cordobeses pastan luz despreocupados en un día de verano austral.


1 comentario:

Anónimo dijo...

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