Mexicali es una de esas ciudades pesadilla para los coleccionistas de fotitos turísticas. La verdad, no me atrevería a calificarla de bonita ni aunque fuera posmoderno. La ciudad es tan chaparra que Querétaro parece Manhattan en comparación. Sus 50 grados veraniegos han exterminado la vida pública de sus calles. Los barrios fresas amurallados parecen tumores dentro del sistema de comunicación de la cidudad, con la agravante de tener nombres cursis y estar plagados de casas como de Barbie. Las zonas que se salvan de esta locura son -al menos para el neófito de Mexicali- completamente indistinguibles: toooooda la ciudad es una enorme cuadrícula habitada por edificios cúbicamente iguales, con anuncios luminosos iguales y con tipografía como de boutique (sic) de señora clasemediera suburbiosa. Con todo esto, al transportarse por la capital de baja california uno no puede evitar tener la impresión de haber estado dando vueltas por perpetuas variaciones de un ghetto latino en Los Ángeles.
Con este expediente, mucho me temo que Mexicali no sea nombrada patrimonio de la humanidad durante los próximos 500 años. Pero no todo es conocer la torre Eiffel: estoy seguro que los beatniks no llegaron a Tenochtitlán porque fuera la ciudad más despamanante del mundo. Similarmente, la fealdad de Mexicali no impide que sobre su escenario actúen dinámicas bien interesantes que la hacen un atractivo destino para el buen turista social.
La personalidad de Mexicali está definida por su imborrable carácter fronterizo. La barda oxidada que la divide de Caléxico, -su contraparte californiana, diminuta pero estadounidense- es un recordatorio directo de la manera en que miles personas se despiden forzadamente de sus aspiraciones a causa de una una frontera que les impide permanecer unidos pero que no tiene ningún reparo en dejar entrever entre barrotes la imagen y tierra de sus pretensiones, que a final de cuenta, jamás han necesitado visa.
Como todo el noroeste, Mexicali es llanamente la última frontera de México. Hace unos cuantos años sólo había diez mil mexicalenses, hasta que los sedimentos de gente provocados por la frontera han elevado la cifra para hoy a más de un millón de habitantes, responsables de hacer que tras cierta readecuación de expectativas la ciudad vaya adquiriendo un carácter mucho mayor que el que deja ver sus edificios.Las reglas informales de una ciudad se van desarrollando con el tiempo, y Mexicali tiene la gran ventaja de ser todavía una recién nacida. Con cincuenta años transcurridos, las cosas son todavía difusas y relativas. De esta inocencia sociológica nace la mitad de su magia.
No se puede dejar de notar que la gente es bien igualada. La gente piensa lo que dice, y nadie se siente por eso. Se miran a los ojos aun si se trata de un jardinero regando las plantas del güey más varudo del valle de Mexicali. No hay jueguitos cretinos de poder, ni güeyes agachados lucrando con su falta de dignidad. Mi primo de Mexicali me dice que es imposible encontrar en el acento de alguien rastros de su clase social. Y la cereza en el pastel, todo el mundo come tacos de harina, como si en el desierto de Baja California soplara una especie de igualdad de-Tocquevilleana, imperfecta pero tan diferente al Viejo México, en donde la desigualdad en todas sus advocaciones es rampante y obscena y a nadie parece importarle.
La igualdad relativa de la ciudad también la ha vacunado del desarrollo de las múltiples liturgias de la dinequidad. En Mexicali el arte de fabricar estereotipos es, a lo más, rudimentario. Los símbolos de status son mucho menos numerosos y más difusos que la riquísima gramática social del Altiplano, donde hosta decir coche o carro te colocan en casillas diferentes del tablero . De alguna manera, los grupos son mucho más porosos y menos definidos, y por lo tanto, menos severos para quienes habitan en ellos. No tienes que estar probando valía todo el tiempo, ser inteligente, saber de música. No hay examinaciones encriptadas en conversaciones casuales. Lo mejor de Mexicali es ir a chupar una chela a media calle a las diez de la noche, sin tener que estar pagando cuarenta pasos por botella, preocuparse por qué música poner en el Ipod, en fin, sin otra necesidad más que de tener una buena conversación por el puro gusto.
He tenido el placer de estar en Mexicali varias navidades y en cada una de ellas me sorprendo sobre cuán concientes las gentes hacen lo que hacen. Existe una banda creativa que hace lo que quiere con el poco dindero que tiene, en vez de estar quejándose de la falta del apoyo del gobierno y de vestirse de negro y asistir a coctelitos o aparecer en revistas burguesesbohemias. Todo lo hacen sólo porque les gusta. He conocido a gueyes que dan lecturas de poesía gratis por las calles sin necesidad de ningún "Día de La Lectura", chavos que tocan cuatro veces mejor que bandititas como Panda (o.k., puede que eso no sea demasiado difícil, pero bueno, entienden mi punto) y grafitis chingonérrimos esperando a ser encontrados por alguna publicación especializada.
Pero la juventud de mexicali se mezcla además por su localización en un punto en el que un torrente de gente se mueve al norte y una máquinaria de sueños se desparrama hacia el sur, como si fueran dos placas tectónicas moviéndose en direcciones opuestas, en pleno proceso de producir orografías maravillosas. Aunque para un chilango mediano el Norte es la franja de tierra que cumple la trágica tarea de dividir a su México de los Estados Unidos, cuando uno pisa baja california no puede dejar de sentir lo excitante que es ver cómo se va formando una ciudad -y todas sus implicaciones- sin referencia al pasado y anclada en una relación mexicoamericana compleja y siempre presente. Francamente se me ocurren pocos lugares en el mundo donde se pueda encontrar al mismo tiempo una tierra vírgen de pasado y una localización que los exponga a dos fuerzas distintas. Por su puesto, no creo que sea algo endémico de Mexicali. Pero tal vez sí del Noroeste. Ahí esta Tijuana, la cacica del noroeste, desigual y extrema y creando cosas que el snobísimo y extranjerofílico Centro-de-México jamás imaginó que se pudiera hacer.
Me gusta el Noroeste. Me encantaría conocerlo mucho más. Por lo pronto, conozco a Mexicali, y cada vez que voy siempre me deja satisfecho.